martes, 6 de julio de 2010

Dafne

Dafne

Danzas eternas en medio del bosque. Hace décadas una hermosa doncella bailaba entre los árboles, bajo la mirada atenta de las hojas del laurel. Tal era su gracia cuando su piel era bañada por la luz de la luna, cuando su delicado cuerpo acariciaba la hierba, cuando sus finos cabellos se enredaban entre las ramas de los árboles, que el propio bosque deseaba hacerle el amor. Recordaba a las ninfas que antaño poblaban cada rincón de la tierra, jugando entre el agua y la naturaleza. Cada ser vivo la amaba y la deseaba.

La llamaban Dafne.

La bella princesa amaba a un hombre, un hombre por el cual su corazón palpitaba con fuerza y fiereza. Cantaba en los arroyos acariciando el agua con las yemas de los dedos y clamando su nombre, danzaba entre las flores nocturnas imaginándose entre sus brazos… Cada noche, eterna, evocaba su imagen, anhelándolo, deseándolo…

Princesa del laurel.

Así la llamaban los árboles del bosque, pues cada noche ella bailaba en un círculo de entes de laurel desde su niñez. Sus manos alzadas al cielo acariciaban la luna y las estrellas con una sonrisa radiante, evocando una dulce melodía con su clara risa. Las ramas soñaban con besar su piel hecha de marfil y sus labios de escarlata pura.

Amante de los árboles.

Una noche danzó acompañada. En el círculo de laureles entró su amado mientras la lluvia los cubría por completo. Dafne danzaba más hermosa que nunca, rebosante de felicidad. El amante, maravillado, se acercó y la envolvió entre sus brazos con dulzura, mientras ella se volvía hacia él y le sonreía, radiante, con los cabellos mojados acariciando su rostro.

El destino es cruel.

Los rostros de los amantes se tornaron horror. Una flecha había atravesado el corazón del caballero, tiñendo a la dulce princesa de carmesí. Gritó, mientras su amado caía al suelo para dejar paso a la visión de su ejecutor, un desdichado con el corazón herido y un amor no correspondido. La locura provocada por su alma dañada le había dominado, y sólo deseaba aplacar su dolor a través de la muerte.

Nosotros no lo permitimos.

Justo cuando se disponía a herir a su princesa, los árboles tras él le ejecutaron de la misma forma que él lo había hecho con su enemigo; las ramas atravesaron su pecho, manchando sus ramas y la hierba de dulce sangre. El malvado cayó, sin siquiera llegar a sentir culpa por su terrible pecado.

Dolor y desesperación.

Mientras tanto, Dafne había caído de rodillas, acariciando la cabeza de su amado. Lloraba en silencio, fundiéndose sus lágrimas silenciosas con la lluvia, sin reaccionar. Su alma pura estaba dañada. Y nosotros, afligidos por la pena. Sólo podíamos hacer una cosa.

Una única salvación.

Apenados, acercamos nuestras ramas a ellos y los abrazamos, acariciados por la fría lluvia. Lentamente los apreté contra mi pecho, más y más, clavando mis propios brazos en mi tronco. Dafne no parecía reaccionar, sólo abrazaba a su amado más y más fuerte. Sus huesos empezaron a crujir, y la sangre a brotar por doquier, mezclándose entre las gotas de lluvia antes de caer al suelo. Abrió la boca en un espasmo de dolor, incapaz de emitir sonido alguno. Pero aun así, ni siquiera intentó liberarse; lo único que hizo fue agarrar a su amado, sin soltarlo. Mis ramas se clavaron en su piel, hundiéndola en mí. Así firmé su sentencia y la mía.

Hija de los árboles.

Así hemos permanecido desde entonces. En el círculo de laureles donde danzaba la más bella de las damas, el cuerpo de Dafne y su amado permanecerán por siempre en mi abrazo mortal, fundidos en mi corteza como uno solo.

Dafne, aquella que se convirtió en laurel.